Además,
sabría que retirarse en el mejor momento siempre garantiza dos cosas:
a) que la última imagen sea la de una estadista que, supuestamente,
renuncia a su propio beneficio personal y respeta el fetiche de la
institucionalidad –en términos coloquiales, “te deja con las ganas”–; y
b) evitar esa ley de la política que dice que a mayor longevidad de los
gobiernos aumenta la posibilidad de la creación de un contrapoder brutal
que termine destrozando lo construido por la gestión anterior.
Es más, hasta podría convocar a una
reforma constitucional, me abstendría de poder ser reelecto y le sumaría
a mi historial “para el procerato” el galón de haber modernizado y
renovado el decimonónico sistema presidencialista –aunque aclaro que en
mi opinión personal soy alberdiano respecto de la figura presidencial
para los pueblos americanos– por un actualizado parlamentarismo. Y si
mantuviera cierta cuota de legitimidad de poder pactaría con mi sucesor
condiciones de respeto a las transformaciones realizadas durante los
últimos años.
Y después de todo eso, yo –que soy un
poco vago– me sentaría cómodamente en mis laureles y, por ejemplo, me
dedicaría a leer literatura, historia, política, escribiría un libro de
memorias y me dedicaría a estar más tiempo con mi familia. Claro, yo,
por suerte para millones de argentinos, no soy presidente de la Nación.
Pero más allá de la ironía, resulta
absolutamente necesario pensar, reflexionar, discutir seriamente el tema
de la reelección democrática en la Argentina. Y hacerlo sin fetichismos
ni histeriqueadas intelectuales. Sino sopesando seriamente los pro y
los contra que tenga la posibilidad de que un pueblo elija por todo el
tiempo que quiera a un presidente de la Nación. Porque la cuestión es
muy sencilla y podría enunciarse como un silogismo monteagudiano: ¿A
quién pertenece la soberanía en los sistemas democráticos? Al pueblo,
claro. Entonces, si la soberanía popular es la base de las democracias,
¿qué autoridad hay por encima de esa soberanía que se permite limitar
justamente esa soberanía? ¿Las ideas de quién? ¿La institucionalidad
impuesta por quién? ¿Debe ser la institucionalidad más soberana que el
propio pueblo soberano? Podría decirse en contra de esta argumentación
que permite el siguiente razonamiento: si una mayoría desea hacer
desaparecer a una minoría, tiene el derecho a hacerlo porque tiene la
soberanía para hacerlo. Sería válida esta cuestión si la democracia
fuera sólo un manojo de procedimientos metodológicos. Pero por suerte,
es también una serie de principios sustantivos por sobre lo meramente
litúrgico.
Un párrafo aparte merecen claro los
cancerberos del fetiche de la institucionalidad al que dividiría en tres
sectores: a) los liberales conservadores, como Mariano Grondona o
Joaquín Morales Solá, que no son más que fariseos que se rasgan las
vestiduras por las continuidades de gobiernos populares pero no tuvieron
el más mínimo recato en andar por allí defendiendo a cuanta dictadura
militar se campeara por nuestro país y no tuvieron problemas en brindar
por gobiernos eternos como el de Augusto Pinochet en Chile, y aún hoy
celebran la institucionalidad chilena; b) los supuestamente progresistas
bien intencionados que no tienen problemas en que Felipe González o
François Mitterrand hayan gobernado 14 años seguidos o sienten
fascinación por el glamour de las monarquías europeas a pesar de que
sean mamotretos incomprensibles en pleno siglo XXI. Podrán retrucarme
que la monarquía es una tradición europea engarzada en la historia de
los pueblos. Y contestaré que entiendo el argumento y que por eso apoyo
los liderazgos populares y personalistas en América Latina, porque son
parte de la tradición del caudillismo popular que, como decía Juan
Bautista Alberdi, conformaron “la verdadera democracia” en estas tierras
(Pequeños y grandes hombres del Plata); c) los ignorantes
supersticiosos. Pero aquí estoy tratando de política y no de religión.
Un párrafo aparte merece la cuestión de
los liderazgos populares latinoamericanos. La formación de las
republicoides oligárquicas de fines del siglo XIX constituyó en nuestros
países sistemas institucionales cerrados sin movilidad social-política,
en el que verdaderas camarillas compuestas por partidos y familias
determinados dirigieron los destinos de esos países sin la participación
popular. Hubo algunas excepciones: la Revolución Mexicana, el varguismo
brasileño, el peronismo en la Argentina, la Revolución Cubana, el
socialismo allendista en Chile, y el chavismo venezolano actual, entre
otras. En algunos de esos casos la aparición de hombres “providenciales”
–como los titula irónicamente el conservadurismo intelectual– funciona
como catalizador de las voluntades populares y mayoritarias no
representadas por los viejos esquemas institucionalistas. Desde el
enfrentamiento de Cayo Julio César, el líder popular romano, con el
senado aristocrático, hasta Hugo Chávez, existe una larga lista de
fructíferos encuentros entre individualidades y mayorías colectivas.
Porque en muchas ocasiones, los pueblos no encuentran otra forma mejor
para hacer frente a las oligarquías que hallar un conductor o conductora
que los represente.
Dirán algunos que los movimientos
populares latinoamericanos son demasiado líderes-dependientes; y es
posible que así sea. Pero también es cierto que son los individuos los
que diferencian, a través de sus decisiones, el rumbo de un gobierno.
Por ejemplo, Roberto Lavagna, hubiera querido terminar la negociación
por la quita de la deuda en un porcentaje mucho menor del que después
terminó resultando. Esa fue una decisión personal del propio Néstor
Kirchner. ¿Eduardo Duhalde habría terminado con la impunidad de los
asesinos de la dictadura militar? ¿Elisa Carrió habría sancionado el
matrimonio igualitario? Incluso hace pocas semanas, la decisión de
nacionalizar YPF la tomó la presidenta en su más absoluta soledad.
¿Estamos seguros que muchos de los políticos de dentro y fuera del
peronismo habrían tomado esa decisión?
E interpelo al peronismo porque es un
actor fundamental en este entramado. El kirchnerismo fue un proceso de
transformación en la Argentina de hoy. Pero hay un riesgo altísimo en
que su existencia, finalmente y contra la voluntad de sus conductores,
se transforme en un simple relegitimador del instrumento partidario
justicialista que, una vez terminado el kirchnerismo, regrese a su
estado anterior que era la visión conservadora en la que lo encorsetó
Carlos Menem pero con mística renovada. Viendo algunas conductas de
dirigentes supuestamente representativos de los sectores populares que a
la primera de cambio se sientan al banquete de Clarín para mandar
mensajes mafiosos al gobierno nacional, el panorama no parece ser muy
alentador en ese sentido.
La construcción de los liderazgos
populares no suele dejar mucho espacio a sucesiones desapasionadas. Pero
también es cierto que no se vislumbran en el peronismo de hoy sub
liderazgos los suficientemente aplomados como para romper la dependencia
de las jefaturas legitimadas en las urnas. También es cierto que bajar a
un supuesto candidato hoy significa quemarlo y exponerlo a las
operaciones constantes del Grupo Mafioso de la calle Tacuarí –el
vicepresidente Amado Boudou y, recientemente, José Ottavis (vergonzoso,
muchachos periodistas, vergonzoso. ¿Quieren meterse en las camas de los
diputados, también, así terminan de defecar en el artículo 19 de la
Constitución Nacional?), pueden dar fe de esas metodologías–, pero no
parece haber en la liga de gobernadores muchas opciones que garanticen
la continuidad del “nunca menos”.
Bajo este estado de situación, se hace
claro que es necesario rediscutir la reelección de los poderes
ejecutivos en Argentina y Latinoamérica. Y hacerlo sin prejuicios y sin
falsos encorsetamientos. Doce años de gobierno no pueden ser regalados
al liberalismo conservador argentino para que vuelva a hipotecar el
futuro de millones de argentinos con sus políticas de vaciamiento de
país al que nos tiene acostumbrados desde 1862 hasta el 2001. Es mucho
lo obtenido en este siglo como para regalarlo por la delimitación de la
cancha realizada por una institucionalización producto de acuerdos
cupulares. Argentina se merece una reforma integral de la Constitución
Nacional, sin dudas.
Inicié esta nota ironizando sobre qué
haría yo si estuviera en el lugar de la primera mandataria. Dije que me
iría por la puerta grande. He expuesto los motivos de por qué no hay que
negar abstractamente la posibilidad de una re-reelección de Cristina
Fernández de Kirchner; sus cuestiones formales, sustantivas, políticas e
incluso en términos de hegemonía histórica del movimiento nacional y
popular frente al liberalismo conservador. No creo que haya más
limitaciones que la soberanía popular para un tercer nuevo mandato de la
presidenta. Pero si usted me pregunta qué me dice mi propia intuición
política y personal respecto de qué ocurrirá, debo confesarle que me
inclino a pensar que la presidenta, por su perfil racionalista moderno e
institucionalista, no hará nada que esté por afuera de las reglas del
juego. Y creo esto casi con melancólico fatalismo. ç
Fuente texto: diario Tiempo Argentino, 2 de junio de 2012
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