Una
cosa era la burguesía de la Revolución Francesa y otra, muy distinta,
aquella otra burguesía de la restauración monárquica de la época de los
orleanistas. La primera había venido a conmover los cimientos del
Antiguo Régimen y había logrado, jacobinismo de por medio y filosofía
ilustrada, descabezar –literalmente– los restos de feudalismo monárquico
inaugurando otra época de la historia que dejaría sus marcas en la
vastedad de las geografías y, también, en una aldea lejana del fin del
mundo donde llegaron las ideas fulgurantes de la emancipación humana. La
segunda, oportunista y filistea, traicionando los ideales de la
Revolución de 1848, la última en la que las barricadas parisinas
devolvieron la imagen de un “pueblo” equivalente al Tercer Estado de los
tiempos de la Gran Revolución, acabaría por rendirle culto y pleitesía a
la copia del tío, ese esperpento de emperador que creyó representar el
nuevo drama de la historia y terminó por darle letra a la farsa.
Lo
cierto es que la reiteración cacerolera de los últimos días, la
insignificante convocatoria de los vecinos de algunas esquinas
emblemáticas de la opulencia porteña sumada al repiqueteo obsesivo de
los medios de comunicación hegemónicos, no alcanzaron a ser otra cosa
que la convocatoria esperpéntica del qualunquismo sobrante de sectores
de la clase media que siguen comprendiendo el mundo desde las alturas de
su ombliguismo. Lejos, demasiado lejos, para los nostálgicos de la
conspiración destituyente, de lo alcanzado en las jornadas
campestre-mediáticas del 2008, y mucho más lejos de las vanas ilusiones
del triunfo electoral de junio de 2009 cuando imaginaban, champaña de
por medio, que era cuestión de soplar y hacer botellas para que se
cayera el kirchnerismo, no pudieron, en las noches otoñales de Barrio
Norte revivir los entusiasmos de aquellos días de gloria chamuscada.
Como el sobrino del tío, las huestes caceroleras buscaron compensar su
frustración y su resentimiento golpeando a los enviados del odiado 6 7
8; creyeron, por un instante, estar librando la batalla de sus vidas
cuando no hicieron otra cosa que poner en evidencia su visceral
cobardía.
No
resisto la tentación de citar largamente a Nicolás Casullo que, en un
artículo memorable –“Qué clase mi clase sin clase”– publicado apenas
unos días después del estallido de diciembre de 2001, dejó constancia,
entre jocosa e irónica, del carácter tan “original” de nuestra bendita
clase media. Un artículo que, más allá del tiempo transcurrido y del
cambio esencial de la escena político-económico-cultural, nos permite, a
través de la maestría analítica y el desparpajo de Casullo, capturar
mejor el imaginario que sigue recorriendo a esos sectores que se lanzan
al combate en defensa de su majestad el dólar y que se creen herederos
de aquellos burgueses norteamericanos que se rebelaron contra la suba
del impuesto al té en los albores de la independencia estadounidense
(¿habrá sido casual que las cacerolas se dejaron oír el mismo día que se
aprobó el revalúo de la propiedad rural en la provincia de Buenos
Aires?).
“Así
es –escribe Casullo–, se trata de autoorientarnos en un presente
tenebroso, teniendo claro únicamente que nuestra inspiración se agiganta
cuando nos topamos, de tanto en tanto, con el protagonismo de los
descuajeringados ‘segmentos’ de clase media. Representantes diversos de
las clases medias sobre todo capitalinas, con su protesta y cacerolas en
las calles del estío y diciendo al resto de la familia después de
agarrar la champañera y un tenedor ‘salgo y vuelvo, voy a voltear a un
presidente; déjenme la cena arriba de la heladera’. En ésa estamos.
Digo, de pronto encontrarse no ya con Walter Benjamin o Michel Foucault
sino persiguiendo el arcano cultural de tía Matilde.
“Si
uno hace historia de esta clase media, historia barata, que no cuesta
mucho, gratis diría cuando tenemos el sueldo encanutado, podría
argumentarse: una clase media que viene de un radiante y a la vez
penumbroso viaje. Viene desde aquella su ingenua estación inaugural de
los años ’50, donde él se puso el sombrero y la corbata con alfileres,
ella la permanente y la pollera tubo, y ambos salieron casi virginales
pero envenenados a festejar en la Plaza de Mayo la caída de Perón al
grito de ‘no venimos por decreto ni nos pagan el boleto’. Cancioncilla
tan escueta como cierta, interrumpida por saltos en ronda a la Pirámide
para entonar ‘ay, ay, ay, que lo aguante Paraguay’ sin ningún tipo de
grosería ni mala palabra con las que hoy se luce cualquier animador de
pantalla pero nunca mi padre.
“Después
la clase volvió a meterse en casa para advertir, con menos recelo, que
los morochos sobrevivían a todos los insecticidas ideológicos y
censuras, y para dedicarse no sin cierto cansino asombro a departamentos
en consorcios, fiats en cuotas, palmitos con salsa golf y vino rosado.
Recién a fines de los ’60, principios de los ’70, el gran estamento
medio recibió la primera monografía fuerte a componer, de la cual
culturalmente no se repuso nunca jamás, para entrar en cambio en el
jolgorio y la confusión liberadora de distintos eros. Fue cuando los
hijos, ya grandulones, arruinaron cada cena o almuerzo dominguero con la
“nacionalización de las clases medias”, al grito en el comedor en L de
‘duro, duro, vivan los montoneros que mataron a Aramburo’.
Tamaña
reivindicación de arrabaleros no estaba en los cálculos de la clase
media blanca de abuelos migradores, pero nadie se arredró en la cabecera
de las mesas –ni escurrió el cuerpo en la patriada, hay que admitirlo–
aunque apenas entendiesen la metamorfosis de la nena que además copulaba
en serie con novios maoístas, peronistas y con dudosos nuevos
cristianos (...). Tiempo y silencio le costó a la clase volver a salir
otra vez a la Plaza después de esa canita al aire. Prefirió desde el ’76
salir a Europa, a Miami, o a la frontera del norte misionero en largas
columnas de autos compradores de TV a color, al grito desaforado en los
embotellamientos de ‘Argentina, Argentina’ tal vez porque también en
colores habían sido los goles de Kempes...” Y así siguió saliendo la
clase media en otros días “memorables” de las crónicas argentinas para
vitorear a un general beodo que nos llevó a la guerra; para acompañar y
desilusionarse en Semana Santa de 1987 y regresando en “orden” aunque
confundida a su casa para no salir, para no “vérsela junta, sobre el
asfalto, por quince larguísimos años”.
Y
así sigue Casullo recorriendo la historia entre trágica y humorística
de quien le ha dado a la Argentina una representación de sí misma que,
como se ha dicho en diversas oportunidades, la mostraba como la Europa
extraviada en medio de la barbarie de un continente incomprensible,
intraducible a sus parámetros y poblado de “cabecitas negras”. Casullo
no dejaría, mientras intentaba calibrar lo que sucedía en las calles de
una Buenos Aires tórrida e insurrecta, de interrogarse por la deriva de
una clase media que, bajo los sones del impulso y la inconsciencia de
quien siempre se siente fuera de toda responsabilidad, contribuía a
hacer saltar por los aires a un gobierno impresentable y en nombre de
una “república perdida” a la que ella –eso era seguro– no había hecho
nada por encontrar. Nunca abandonó su raigal escepticismo ante los
acontecimientos de ese diciembre histórico y se alejó de aquellos otros
que los vieron, a esos mismos sucesos, bajo la fantasmagórica figura de
la insurrección popular y el grito libertario. Le doy de nuevo la
palabra a Casullo para que termine su pintura antológica: “La propia
historia que relato –antojadiza, falsa, liviana, inoportuna– devela el
interesante claroscuro de la clase analizada. Sus extrañas medias
tintas. Sus románticas luces y sombras espirituales. Sus insondables
claros de luna. Sus materialistas intracontradicciones objetivas,
diríamos allá por 1972, donde todo era salvable. Ahí está cenicienta y
ramera con su fuerza y su talón de Aquiles. Llama a las revoluciones,
pero un plazo fijo la embota como una niña enamorada adentro de un
granero. Ahora su lógica navega al compás de movileros descerebrados,
cámaras amarillas de Crónica TV, al ritmo de su justa furia por dólares
encarcelados, por su real hartazgo de una clase política que nada hizo
cuando el país desapareció, sino que casi se fue con él. A lo mejor
algún día pueda volver a contar su biografía. Igual que antes, allá por
los ’50, cuando no había salido del patio de magnolias”.
Por
supuesto que, más allá de la ironía, el análisis de Nicolás Casullo, al
que seguimos leyendo con apasionado interés, implica una intervención
muy aguda y crítica respecto a las diferentes valorizaciones que se
hicieron de la irrupción de la clase media porteña que, cacerolas en
mano, salió a “voltear a un presidente” y, de paso, a exigir que le
devolviesen sus mágicos y envenenados dólares y que, por esas
extravagancias propias de la historia argentina, se encontró, por única e
insólita vez, con esos mismos “cabecitas negras” de los suburbios tan
temidos que también se derramaron sobre Buenos Aires para manifestar sus
insoportables condiciones de vida. “Cacerolas y piquetes... la lucha es
una sola”, eso se llegó a cantar en algunas esquinas emblemáticas de
una ciudad incendiada que no sabía si estaba en medio de una fiesta
libertaria o asistiendo al fin de los tiempos. Casullo nunca dejó de
inquietarse ante los cambios de humor de la clase media, del mismo modo
que no se entusiasmó con los aires insurreccionalistas y asamblearios
que tanto impacto causaron en algunos soñadores irredentos de
revoluciones perdidas. Si bien para él diciembre de 2001 constituyó un
acontecimiento parteaguas porque le puso un punto final al jolgorio
menemista al mismo tiempo que hizo estallar por los aires las ilusiones
liberal-republicanas de la progresía, sus opacidades, sus zonas oscuras y
regresivas se confundieron con los momentos de rebelión hasta ofrecer
un escenario argentino que nadie atinaba a intuir hacia dónde acabaría
yendo. La irrupción de Néstor Kirchner, que tanto le impactó, no estaba
en el horizonte de nadie ni mucho menos el giro decisivo, en términos
históricos, que vendría a desplegar en un país desorbitado y
desorientado. A Casullo le siguió interesando el debate, de algún modo
abortado, sobre esos meses del verano tórrido del 2001-2002 y, en
diversas ocasiones (aparición del falso ingeniero Blumberg, cacerolas
campestres, etc.), creyó descubrir una vez más la irredenta tendencia de
la clase media a regresar sobre su fondo qualunquista nunca del todo
extinguido.
Seguramente,
y porque llegó a ser testigo de la rebelión gauchomediática de 2008,
hubiera contemplado la “repetición” de esos fulgores como la evidencia
de un resentimiento imposibilitado de reencontrarse con aquellas
esperanzas de desbancar al tan odiado populismo. Pero también hubiera
alertado sobre ciertas impericias gubernamentales a la hora de comunicar
con inteligencia el sentido y el porqué de algunas medidas que tanto
perturban y escandalizan a la clase media. Hubiera, con su escritura
crítica y aguda, advertido contra la subestimación del poder de fuego de
los grandes medios de comunicación señalando que el proceso de
transformación seguía requiriendo una insistente intervención
político-cultural capaz de seguir disputando sentido común. Seguramente,
como atento lector de Marx y de otros autores de la tradición crítica,
se habría detenido en el pasaje de la tragedia a la farsa destacando los
peligros que la lógica del vodevil y del grotesco tienen a la hora de
movilizar a determinados sectores sociales que guían su brújula
existencial desde un profundo cuentapropismo moral. Casullo, en todo
caso y luego de ironizar alrededor de los caceroleros nostálgicos de un
país de propietarios, giraría su mirada hacia el propio kirchnerismo
para decirle que no se duerma en los laureles del 54 por ciento.
Jaurechianamente no dejaría de recorrer, una tras otra, todas las
zonceras del medio pelo al mismo tiempo que insistiría con seguir
prestándoles la debida atención a los verdaderos artífices de la
conspiración. Para él, cuya pluma inventó aquello de “clima
destituyente”, la farsa, cuando no se la desarticula, puede convertirse
en tragedia. Hasta ahora el Gobierno ha sabido encontrar los caminos
adecuados en momentos de encrucijadas. Y lo ha hecho doblando la apuesta
transformadora. Tal vez ahí radique su fuerza para seguir desactivando
la lógica del resentimiento, esa misma que se vio en Callao y Santa Fe
cuando una patota de “buenos vecinos” pasó de la violencia retórica a la
violencia física.
Por: Ricardo Forster
Por: Ricardo Forster
Fuente texto: diario P◙gina 12.com
Fuente imagen: blogfoon.com
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