viernes, 22 de junio de 2012

El recurso del método


Por Mario Wainfeld
Para funcionarios, dirigentes y laburantes del gremio de Camioneros, el día de ayer no fue feriado. Para muchos ciudadanos de a pie, hubo desabastecimientos, frío mal reparado, un incordio para cargar nafta y un episodio para mirar por tevé, en una jornada sin fútbol.
Muchas ramificaciones tiene el conflicto entre el Gobierno y el secretario general de la CGT, Hugo Moyano, contexto general en el que opera Pablo, titular de Camioneros e hijo del líder cegetista. El uso abusivo de la acción directa es un tópico central en esta etapa, incluso (especialmente) su ejercicio por quienes disponen de herramientas legales e institucionales para bregar por sus derechos.
Muchos de esos aspectos se mentarán en esta nota. Para ordenarla vale poner lo principal adelante. La Federación que comandan Pablo en lo formal y Hugo en lo real se excedió en el ejercicio de su derecho de huelga. Interrumpió servicios básicos sensibles, dirigió toda la lesividad de su obrar contra el Gobierno, pero, sobre todo, contra los ciudadanos consumidores. La paritaria del sector que se viene desarrollando está trabada (como ocurre tantas veces) y se dictó una conciliación obligatoria que el sindicato desoyó.
La pertinencia de todas las demandas gremiales (y hasta su razonabilidad) no facultan a la desmesura, máxime cuando la mesa de negociación está habilitada. De hecho, hay una nueva reunión prevista para mañana a las once.
Otros datos relevantes de ayer fueron la reacción activa de la Casa Rosada, el alto protagonismo del secretario de Seguridad, Sergio Berni. Una anécdota casual condimentó la jornada: Cristina Fernández de Kirchner y Daniel Scioli estaban fuera del país. La Presidenta puso al rojo vivo sus celulares conduciendo las movidas oficiales. Habló varias veces con todos los funcionarios más visibles de ayer. Y regresó antes de lo previsto a la Argentina, materializando (al mandar) y simbolizando (al volver) su interés en el conflicto. El gobernador se mantuvo ausente, apenas se expresó por vía de trascendidos. Su bajísimo perfil fue fustigado en público por el vice Gabriel Mariotto (quien participó en el Comité de Crisis) y en comentarios filosos por todo el espinel del kirchnerismo nacional.
- - -
La paritaria es una parte: la querella viene de lejos, acaso desde la llegada de aquel exhorto de la Justicia suiza que sacó de sus casillas al Negro Moyano. Se radicalizó con la confección de las listas para las elecciones nacionales, con la interna de la CGT... y siguen las firmas. Pablo Moyano finca todo su discurso en reclamos gremiales (algunos atinentes a todo el movimiento obrero y por ende exorbitantes a su competencia), pero todas las jugadas contemplan ese contorno. Hay otros, que se deslizan en comentarios reservados. Por ejemplo, cuestiones de fondo, en las que (acusan los camioneros) el Gobierno discrimina a los trabajadores y contempla a los empresarios. Así sucede, alegan, con una plata adeudada por cursos de capacitación: se saldó la deuda con los patrones y se soslayó a los sindicatos.
En la convención colectiva, en tanto, sigue el regateo de rigor. Disconforme con una contraoferta patronal, Pablo Moyano anunció una escalada de “paros sorpresivos”. Trabajo ordenó la conciliación obligatoria por quince días. En este punto, las versiones se bifurcan. Según el Gobierno, la representación gremial jamás la acató. Del otro lado hay contrargumentos múltiples, no todos compatibles. Explican que hubo fallas en la notificación (en Trabajo se comenta que se hizo en tres ocasiones para precaver críticas formales). Hay también quien cuenta que había intención de someterse a la tregua institucional, pero que el vicepresidente Amado Boudou “pateó el tablero” y “provocó” cuando habló de aplicar eventualmente la Ley de Abastecimiento. He ahí, opina el cronista, un argumento atendible de los sindicalistas que, sin embargo, es desmerecido por la magnitud de la retaliación. Esa norma es odiosa y de discutible vigencia y legalidad. Pero pasar de la confrontación verbal (arte en que los Moyano no son desvalidos) a un bloqueo de un insumo fundamental es una demasía. Las razones pesan lo suyo mas no legitiman un método tan desmedido.
Más allá de la estricta letra de la ley, es irresponsable poner en jaque un servicio básico (como son los combustibles), por demandas salariales o de condiciones de trabajo. Máxime para quien, como Hugo Moyano, tiene anhelo de avanzar en la representación política.
La soledad de los camioneros durante la brega seguramente no descalifica las demandas, pero marca diferencias, dentro de su redil, con los métodos. Un fiel integrante del sector moyanista en la interna de la CGT se lo comentó ayer por teléfono a su encolerizado jefe: “No estamos peleando con una dictadura sino con un gobierno democrático que, hasta ahora, no nos sacó nada”. El interlocutor de este diario subraya el “hasta ahora”. Y adereza el relato con la queja por la falta de voluntad de diálogo del Gobierno, que (a su sensato ver) ha cerrado todas las vías de interlocución, salvo la negociación colectiva.
- - -
Razones y excesos: los Moyano se salen de rosca cuando exigen la derogación del Impuesto a las Ganancias o su supresión llana para todos los trabajadores, cualesquiera fueran sus ingresos. Pero es atendible su reclamo de aumento del mínimo no imponible, que está muy desfasado. La extensión de las asignaciones familiares a todos los laburantes es un pedido lógico, cuanto menos una reivindicación propia del movimiento obrero.
El Gobierno, estima este escriba, cometió un error y hasta una injusticia al encuadrar esas reformas como “pedidos de Moyano”. Así las cosas, admitirlos se traduciría como debilidad en la pulseada. La consecuencia es que la mejora del ingreso de bolsillo se posterga hasta que se salde la interna de la CGT. Hay funcionarios que minimizan el costo social, ya que la quita es retroactiva. Subestiman el efecto multiplicador del mercado interno que tendría la reforma. Y la perspectiva de que los trabajadores cobren el aguinaldo y dispongan de la diferencia antes de las vacaciones de invierno.
Lo que, se reitera, es exótico es que Camioneros, en sus tratativas propias, se arrogue la representación de todos los trabajadores formales. Los propios aliados de Moyano callan y se mantienen distantes: “esa plata no es la nuestra” dice un histórico del MTA. Amores son amores y garbanzos son garbanzos.
- - -
Una tratativa entre tantas: la paritaria de Camioneros perdió la centralidad que le cupo en la era kirchnerista. No es el caso testigo, el que (sin fijar pautas universales) demarca y encauza. Quedó, en buena medida, para el final. Muchas importantes ramas de la actividad han cerrado sus convenios: entre ellos los estatales, la UOM, Comercio, la Uocra en estos días. Alimentación y Sanidad (que tiene cierre más tarde) todavía esperan su turno. Pero la base está.
Pablo Moyano quiere apurar el paso y se queja ante cámara y micrófonos complacientes del multimedios: “¿Qué quieren, que espere hasta fin de año?”. En Trabajo le retrucan que el convenio vigente vale hasta julio de 2012 y que si hubiera voluntad restarían chances para acordar.
Que otros gremios ya hayan cerrado, paradójicamente, deja más margen a los camioneros para quedar por encima de la media: no hay riesgo de “efecto contagio”.
- - -
Futsal y basura: “¿Quién es ese Mariotto?” deslegitimó Pablo Moyano varias veces. Y lo excluyó del movimiento nacional, peronómetro en ristre. Cada cual tiene su instrumento de medición en el justicialismo... legalmente Mariotto es el vicegobernador electo de la provincia, en ejercicio interino de la gobernación. Mientras Scioli no se dejaba ver ni oír, su segundo-adversario mostraba hiperquinesis y daba visibilidad a la ausencia. “Ni Gabriel llamó a Scioli ni Scioli lo llamó a Gabriel. Se borró”, dictaminan, cerquita de “Gabriel”.
La imagen del partido de futsal entre el equipo de Scioli y los camioneros enardeció al kirchnerismo y también puso en guardia a los intendentes bonaerenses. Muchas cuitas acumulan con los camioneros, que les sacan canas verdes.
Los gremios que encabeza Moyano abarcan muchas actividades, con expansión creciente en servicios ligados a lo público: recolección de basura, transporte de combustible o de caudales, Correos. Esa potencia estratégica es parte de su poder, pero también de su responsabilidad. “El transporte no es servicio esencial” explican avezados asesores de “Hugo”. Y es verdad, pero el apego a la ley no se configura sólo con no hacer lo prohibido. Máxime cuando hay ámbitos institucionales establecidos, en pleno funcionamiento.
- - -
Gobernabilidad: la Casa Rosada tomó el timón, en su clásico anhelo de demostrar que nadie se la lleva por delante y que se garantiza la gobernabilidad. En esta situación, se jugó para evitar el cierre total del abastecimiento.
Hubo escenas que infundieron temor a cualquier argentino con memoria: manifestantes convencidos y duros versus fuerzas de seguridad que no suelen manejar bien el monopolio del uso de la fuerza. Por suerte, primó la templanza compartida y, al cierre de esta nota, frisando la medianoche, no se conocen desbordes lamentables o irreparables.
El resto de la historia, abarcando un paro nacional de camioneros (hasta acá sin adhesiones de otros gremios), continuará.

jueves, 14 de junio de 2012

VOLVER A PENSAR LA REELECCIÓN

 Si yo –con mis características personales– fuera la presidenta de la Nación Cristina Fernández de Kirchner, y especulara con mi futuro político y personal, si calculara milimétricamente la futura escritura de la historia, el 11 de diciembre de 2015 iría a descansar a mi casa y disfrutaría de haber sido la primera presidenta elegida por el voto popular, me iría con el porcentaje de imagen positiva más alto de la democracia argentina desde 1983 y dejaría que me recuerden “simplemente” por ser la mandataria que interpeló culturalmente a la sociedad, la que le mostró a los ciudadanos la verdadera cara de la Sociedad Rural, la que sancionó la Asignación Universal por Hijo, la Ley de Medios, el matrimonio igualitario, la reforma del Código Civil, la Ley de Identidad de Género, las nacionalizaciones de Aerolíneas Argentinas, de YPF, el salvataje de las jubilaciones, la inclusión de dos millones de personas al servicio previsional, la que abrió el Banco Central, y gobernó con los números macroeconómicos en regla, con años de crecimiento económico sostenido y sobre todo con el control de la desocupación en apenas un dígito. 
 Además, sabría que retirarse en el mejor momento siempre garantiza dos cosas: a) que la última imagen sea la de una estadista que, supuestamente, renuncia a su propio beneficio personal y respeta el fetiche de la institucionalidad –en términos coloquiales, “te deja con las ganas”–; y b) evitar esa ley de la política que dice que a mayor longevidad de los gobiernos aumenta la posibilidad de la creación de un contrapoder brutal que termine destrozando lo construido por la gestión anterior. 
Es más, hasta podría convocar a una reforma constitucional, me abstendría de poder ser reelecto y le sumaría a mi historial “para el procerato” el galón de haber modernizado y renovado el decimonónico sistema presidencialista –aunque aclaro que en mi opinión personal soy alberdiano respecto de la figura presidencial para los pueblos americanos– por un actualizado parlamentarismo. Y si mantuviera cierta cuota de legitimidad de poder pactaría con mi sucesor condiciones de respeto a las transformaciones realizadas durante los últimos años. 
 
Y después de todo eso, yo –que soy un poco vago– me sentaría cómodamente en mis laureles y, por ejemplo, me dedicaría a leer literatura, historia, política, escribiría un libro de memorias y me dedicaría a estar más tiempo con mi familia. Claro, yo, por suerte para millones de argentinos, no soy presidente de la Nación.
 
Pero más allá de la ironía, resulta absolutamente necesario pensar, reflexionar, discutir seriamente el tema de la reelección democrática en la Argentina. Y hacerlo sin fetichismos ni histeriqueadas intelectuales. Sino sopesando seriamente los pro y los contra que tenga la posibilidad de que un pueblo elija por todo el tiempo que quiera a un presidente de la Nación. Porque la cuestión es muy sencilla y podría enunciarse como un silogismo monteagudiano: ¿A quién pertenece la soberanía en los sistemas democráticos? Al pueblo, claro. Entonces, si la soberanía popular es la base de las democracias, ¿qué autoridad hay por encima de esa soberanía que se permite limitar justamente esa soberanía? ¿Las ideas de quién? ¿La institucionalidad impuesta por quién? ¿Debe ser la institucionalidad más soberana que el propio pueblo soberano? Podría decirse en contra de esta argumentación que permite el siguiente razonamiento: si una mayoría desea hacer desaparecer a una minoría, tiene el derecho a hacerlo porque tiene la soberanía para hacerlo. Sería válida esta cuestión si la democracia fuera sólo un manojo de procedimientos metodológicos. Pero por suerte, es también una serie de principios sustantivos por sobre lo meramente litúrgico.
 
Un párrafo aparte merecen claro los cancerberos del fetiche de la institucionalidad al que dividiría en tres sectores: a) los liberales conservadores, como Mariano Grondona o Joaquín Morales Solá, que no son más que fariseos que se rasgan las vestiduras por las continuidades de gobiernos populares pero no tuvieron el más mínimo recato en andar por allí defendiendo a cuanta dictadura militar se campeara por nuestro país y no tuvieron problemas en brindar por gobiernos eternos como el de Augusto Pinochet en Chile, y aún hoy celebran la institucionalidad chilena; b) los supuestamente progresistas bien intencionados que no tienen problemas en que Felipe González o François Mitterrand hayan gobernado 14 años seguidos o sienten fascinación por el glamour de las monarquías europeas a pesar de que sean mamotretos incomprensibles en pleno siglo XXI. Podrán retrucarme que la monarquía es una tradición europea engarzada en la historia de los pueblos. Y contestaré que entiendo el argumento y que por eso apoyo los liderazgos populares y personalistas en América Latina, porque son parte de la tradición del caudillismo popular que, como decía Juan Bautista Alberdi, conformaron “la verdadera democracia” en estas tierras (Pequeños y grandes hombres del Plata); c) los ignorantes supersticiosos. Pero aquí estoy tratando de política y no de religión.
 
Un párrafo aparte merece la cuestión de los liderazgos populares latinoamericanos. La formación de las republicoides oligárquicas de fines del siglo XIX constituyó en nuestros países sistemas institucionales cerrados sin movilidad social-política, en el que verdaderas camarillas compuestas por partidos y familias determinados dirigieron los destinos de esos países sin la participación popular. Hubo algunas excepciones: la Revolución Mexicana, el varguismo brasileño, el peronismo en la Argentina, la Revolución Cubana, el socialismo allendista en Chile, y el chavismo venezolano actual, entre otras. En algunos de esos casos la aparición de hombres “providenciales” –como los titula irónicamente el conservadurismo intelectual– funciona como catalizador de las voluntades populares y mayoritarias no representadas por los viejos esquemas institucionalistas. Desde el enfrentamiento de Cayo Julio César, el líder popular romano, con el senado aristocrático, hasta Hugo Chávez, existe una larga lista de fructíferos encuentros entre individualidades y mayorías colectivas. Porque en muchas ocasiones, los pueblos no encuentran otra forma mejor para hacer frente a las oligarquías que hallar un conductor o conductora que los represente.
 
Dirán algunos que los movimientos populares latinoamericanos son demasiado líderes-dependientes; y es posible que así sea. Pero también es cierto que son los individuos los que diferencian, a través de sus decisiones, el rumbo de un gobierno. Por ejemplo, Roberto Lavagna, hubiera querido terminar la negociación por la quita de la deuda en un porcentaje mucho menor del que después terminó resultando. Esa fue una decisión personal del propio Néstor Kirchner. ¿Eduardo Duhalde habría terminado con la impunidad de los asesinos de la dictadura militar? ¿Elisa Carrió habría sancionado el matrimonio igualitario? Incluso hace pocas semanas, la decisión de nacionalizar YPF la tomó la presidenta en su más absoluta soledad. ¿Estamos seguros que muchos de los políticos de dentro y fuera del peronismo habrían tomado esa decisión?
 
E interpelo al peronismo porque es un actor fundamental en este entramado. El kirchnerismo fue un proceso de transformación en la Argentina de hoy. Pero hay un riesgo altísimo en que su existencia, finalmente y contra la voluntad de sus conductores, se transforme en un simple relegitimador del instrumento partidario justicialista que, una vez terminado el kirchnerismo, regrese a su estado anterior que era la visión conservadora en la que lo encorsetó Carlos Menem pero con mística renovada. Viendo algunas conductas de dirigentes supuestamente representativos de los sectores populares que a la primera de cambio se sientan al banquete de Clarín para mandar mensajes mafiosos al gobierno nacional, el panorama no parece ser muy alentador en ese sentido. 
 
La construcción de los liderazgos populares no suele dejar mucho espacio a sucesiones desapasionadas. Pero también es cierto que no se vislumbran en el peronismo de hoy sub liderazgos los suficientemente aplomados como para romper la dependencia de las jefaturas legitimadas en las urnas. También es cierto que bajar a un supuesto candidato hoy significa quemarlo y exponerlo a las operaciones constantes del Grupo Mafioso de la calle Tacuarí –el vicepresidente Amado Boudou y, recientemente, José Ottavis (vergonzoso, muchachos periodistas, vergonzoso. ¿Quieren meterse en las camas de los diputados, también, así terminan de defecar en el artículo 19 de la Constitución Nacional?), pueden dar fe de esas metodologías–, pero no parece haber en la liga de gobernadores muchas opciones que garanticen la continuidad del “nunca menos”.  
 
Bajo este estado de situación, se hace claro que es necesario rediscutir la reelección de los poderes ejecutivos en Argentina y Latinoamérica. Y hacerlo sin prejuicios y sin falsos encorsetamientos. Doce años de gobierno no pueden ser regalados al liberalismo conservador argentino para que vuelva a hipotecar el futuro de millones de argentinos con sus políticas de vaciamiento de país al que nos tiene acostumbrados desde 1862 hasta el 2001. Es mucho lo obtenido en este siglo como para regalarlo por la delimitación de la cancha realizada por una institucionalización producto de acuerdos cupulares. Argentina se merece una reforma integral de la Constitución Nacional, sin dudas.
Inicié esta nota ironizando sobre qué haría yo si estuviera en el lugar de la primera mandataria. Dije que me iría por la puerta grande. He expuesto los motivos de por qué no hay que negar abstractamente la posibilidad de una re-reelección de Cristina Fernández de Kirchner; sus cuestiones formales, sustantivas, políticas e incluso en términos de hegemonía histórica del movimiento nacional y popular frente al liberalismo conservador. No creo que haya más limitaciones que la soberanía popular para un tercer nuevo mandato de la presidenta. Pero si usted me pregunta qué me dice mi propia intuición política y personal respecto de qué ocurrirá, debo confesarle que me inclino a pensar que la presidenta, por su perfil racionalista moderno e institucionalista, no hará nada que esté por afuera de las reglas del juego. Y creo esto casi con melancólico fatalismo. ç
 
Fuente texto: diario Tiempo Argentino, 2 de junio de 2012
 

viernes, 8 de junio de 2012

CACEROLAS: LA HISTORIA Y SUS REPETICIONES

Cuando la historia parece repetirse, cuando una suerte de déjà vu invade la escena del presente, regresan aquellas palabras célebres de Karl Marx estampadas, de una vez y para siempre, siguiendo su antigua afición shakespeareana, en El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte: la historia se da dos veces, la primera como tragedia y la segunda como farsa. Si bien el autor de Das Kapital pensaba en el ilustre Napoleón y en su bizarro sobrino y afirmaba haber leído esa frase en Hegel, acabó siendo aplicada a diestra y siniestra ante la tozuda insistencia de las sociedades a efectuar extrañas piruetas repetitivas, aunque bajo la implacable maquinaria de una realidad histórica que suele impedir que esas falsas copias alcancen la prosapia de sus antecesoras. La farsa que, por lo general, envuelve a la repetición del original nos recuerda –se lo recordaba a Marx– que los momentos “heroicos” no llevan, en su interior, la facultad de regresar, bajo otras condiciones y circunstancias, como si nada hubiera sucedido entre el acontecimiento decisivo y su intento de imitación. Entre la figura deslumbrante de Napoleón Bonaparte –aquel que cuando pasó montado a caballo bajo el balcón de la casa de Hegel, en Jena, le hizo decir al filósofo alemán que “acababa de ver pasar al Espíritu de la historia”– y la de su sobrino, aquel del golpe de Estado de 1850, media, según la interpretación de Marx, la distancia que existe entre el drama y la farsa.

Una cosa era la burguesía de la Revolución Francesa y otra, muy distinta, aquella otra burguesía de la restauración monárquica de la época de los orleanistas. La primera había venido a conmover los cimientos del Antiguo Régimen y había logrado, jacobinismo de por medio y filosofía ilustrada, descabezar –literalmente– los restos de feudalismo monárquico inaugurando otra época de la historia que dejaría sus marcas en la vastedad de las geografías y, también, en una aldea lejana del fin del mundo donde llegaron las ideas fulgurantes de la emancipación humana. La segunda, oportunista y filistea, traicionando los ideales de la Revolución de 1848, la última en la que las barricadas parisinas devolvieron la imagen de un “pueblo” equivalente al Tercer Estado de los tiempos de la Gran Revolución, acabaría por rendirle culto y pleitesía a la copia del tío, ese esperpento de emperador que creyó representar el nuevo drama de la historia y terminó por darle letra a la farsa.
Lo cierto es que la reiteración cacerolera de los últimos días, la insignificante convocatoria de los vecinos de algunas esquinas emblemáticas de la opulencia porteña sumada al repiqueteo obsesivo de los medios de comunicación hegemónicos, no alcanzaron a ser otra cosa que la convocatoria esperpéntica del qualunquismo sobrante de sectores de la clase media que siguen comprendiendo el mundo desde las alturas de su ombliguismo. Lejos, demasiado lejos, para los nostálgicos de la conspiración destituyente, de lo alcanzado en las jornadas campestre-mediáticas del 2008, y mucho más lejos de las vanas ilusiones del triunfo electoral de junio de 2009 cuando imaginaban, champaña de por medio, que era cuestión de soplar y hacer botellas para que se cayera el kirchnerismo, no pudieron, en las noches otoñales de Barrio Norte revivir los entusiasmos de aquellos días de gloria chamuscada. Como el sobrino del tío, las huestes caceroleras buscaron compensar su frustración y su resentimiento golpeando a los enviados del odiado 6 7 8; creyeron, por un instante, estar librando la batalla de sus vidas cuando no hicieron otra cosa que poner en evidencia su visceral cobardía.
No resisto la tentación de citar largamente a Nicolás Casullo que, en un artículo memorable –“Qué clase mi clase sin clase”– publicado apenas unos días después del estallido de diciembre de 2001, dejó constancia, entre jocosa e irónica, del carácter tan “original” de nuestra bendita clase media. Un artículo que, más allá del tiempo transcurrido y del cambio esencial de la escena político-económico-cultural, nos permite, a través de la maestría analítica y el desparpajo de Casullo, capturar mejor el imaginario que sigue recorriendo a esos sectores que se lanzan al combate en defensa de su majestad el dólar y que se creen herederos de aquellos burgueses norteamericanos que se rebelaron contra la suba del impuesto al té en los albores de la independencia estadounidense (¿habrá sido casual que las cacerolas se dejaron oír el mismo día que se aprobó el revalúo de la propiedad rural en la provincia de Buenos Aires?).
“Así es –escribe Casullo–, se trata de autoorientarnos en un presente tenebroso, teniendo claro únicamente que nuestra inspiración se agiganta cuando nos topamos, de tanto en tanto, con el protagonismo de los descuajeringados ‘segmentos’ de clase media. Representantes diversos de las clases medias sobre todo capitalinas, con su protesta y cacerolas en las calles del estío y diciendo al resto de la familia después de agarrar la champañera y un tenedor ‘salgo y vuelvo, voy a voltear a un presidente; déjenme la cena arriba de la heladera’. En ésa estamos. Digo, de pronto encontrarse no ya con Walter Benjamin o Michel Foucault sino persiguiendo el arcano cultural de tía Matilde.
“Si uno hace historia de esta clase media, historia barata, que no cuesta mucho, gratis diría cuando tenemos el sueldo encanutado, podría argumentarse: una clase media que viene de un radiante y a la vez penumbroso viaje. Viene desde aquella su ingenua estación inaugural de los años ’50, donde él se puso el sombrero y la corbata con alfileres, ella la permanente y la pollera tubo, y ambos salieron casi virginales pero envenenados a festejar en la Plaza de Mayo la caída de Perón al grito de ‘no venimos por decreto ni nos pagan el boleto’. Cancioncilla tan escueta como cierta, interrumpida por saltos en ronda a la Pirámide para entonar ‘ay, ay, ay, que lo aguante Paraguay’ sin ningún tipo de grosería ni mala palabra con las que hoy se luce cualquier animador de pantalla pero nunca mi padre.
“Después la clase volvió a meterse en casa para advertir, con menos recelo, que los morochos sobrevivían a todos los insecticidas ideológicos y censuras, y para dedicarse no sin cierto cansino asombro a departamentos en consorcios, fiats en cuotas, palmitos con salsa golf y vino rosado. Recién a fines de los ’60, principios de los ’70, el gran estamento medio recibió la primera monografía fuerte a componer, de la cual culturalmente no se repuso nunca jamás, para entrar en cambio en el jolgorio y la confusión liberadora de distintos eros. Fue cuando los hijos, ya grandulones, arruinaron cada cena o almuerzo dominguero con la “nacionalización de las clases medias”, al grito en el comedor en L de ‘duro, duro, vivan los montoneros que mataron a Aramburo’.
Tamaña reivindicación de arrabaleros no estaba en los cálculos de la clase media blanca de abuelos migradores, pero nadie se arredró en la cabecera de las mesas –ni escurrió el cuerpo en la patriada, hay que admitirlo– aunque apenas entendiesen la metamorfosis de la nena que además copulaba en serie con novios maoístas, peronistas y con dudosos nuevos cristianos (...). Tiempo y silencio le costó a la clase volver a salir otra vez a la Plaza después de esa canita al aire. Prefirió desde el ’76 salir a Europa, a Miami, o a la frontera del norte misionero en largas columnas de autos compradores de TV a color, al grito desaforado en los embotellamientos de ‘Argentina, Argentina’ tal vez porque también en colores habían sido los goles de Kempes...” Y así siguió saliendo la clase media en otros días “memorables” de las crónicas argentinas para vitorear a un general beodo que nos llevó a la guerra; para acompañar y desilusionarse en Semana Santa de 1987 y regresando en “orden” aunque confundida a su casa para no salir, para no “vérsela junta, sobre el asfalto, por quince larguísimos años”.
Y así sigue Casullo recorriendo la historia entre trágica y humorística de quien le ha dado a la Argentina una representación de sí misma que, como se ha dicho en diversas oportunidades, la mostraba como la Europa extraviada en medio de la barbarie de un continente incomprensible, intraducible a sus parámetros y poblado de “cabecitas negras”. Casullo no dejaría, mientras intentaba calibrar lo que sucedía en las calles de una Buenos Aires tórrida e insurrecta, de interrogarse por la deriva de una clase media que, bajo los sones del impulso y la inconsciencia de quien siempre se siente fuera de toda responsabilidad, contribuía a hacer saltar por los aires a un gobierno impresentable y en nombre de una “república perdida” a la que ella –eso era seguro– no había hecho nada por encontrar. Nunca abandonó su raigal escepticismo ante los acontecimientos de ese diciembre histórico y se alejó de aquellos otros que los vieron, a esos mismos sucesos, bajo la fantasmagórica figura de la insurrección popular y el grito libertario. Le doy de nuevo la palabra a Casullo para que termine su pintura antológica: “La propia historia que relato –antojadiza, falsa, liviana, inoportuna– devela el interesante claroscuro de la clase analizada. Sus extrañas medias tintas. Sus románticas luces y sombras espirituales. Sus insondables claros de luna. Sus materialistas intracontradicciones objetivas, diríamos allá por 1972, donde todo era salvable. Ahí está cenicienta y ramera con su fuerza y su talón de Aquiles. Llama a las revoluciones, pero un plazo fijo la embota como una niña enamorada adentro de un granero. Ahora su lógica navega al compás de movileros descerebrados, cámaras amarillas de Crónica TV, al ritmo de su justa furia por dólares encarcelados, por su real hartazgo de una clase política que nada hizo cuando el país desapareció, sino que casi se fue con él. A lo mejor algún día pueda volver a contar su biografía. Igual que antes, allá por los ’50, cuando no había salido del patio de magnolias”.
Por supuesto que, más allá de la ironía, el análisis de Nicolás Casullo, al que seguimos leyendo con apasionado interés, implica una intervención muy aguda y crítica respecto a las diferentes valorizaciones que se hicieron de la irrupción de la clase media porteña que, cacerolas en mano, salió a “voltear a un presidente” y, de paso, a exigir que le devolviesen sus mágicos y envenenados dólares y que, por esas extravagancias propias de la historia argentina, se encontró, por única e insólita vez, con esos mismos “cabecitas negras” de los suburbios tan temidos que también se derramaron sobre Buenos Aires para manifestar sus insoportables condiciones de vida. “Cacerolas y piquetes... la lucha es una sola”, eso se llegó a cantar en algunas esquinas emblemáticas de una ciudad incendiada que no sabía si estaba en medio de una fiesta libertaria o asistiendo al fin de los tiempos. Casullo nunca dejó de inquietarse ante los cambios de humor de la clase media, del mismo modo que no se entusiasmó con los aires insurreccionalistas y asamblearios que tanto impacto causaron en algunos soñadores irredentos de revoluciones perdidas. Si bien para él diciembre de 2001 constituyó un acontecimiento parteaguas porque le puso un punto final al jolgorio menemista al mismo tiempo que hizo estallar por los aires las ilusiones liberal-republicanas de la progresía, sus opacidades, sus zonas oscuras y regresivas se confundieron con los momentos de rebelión hasta ofrecer un escenario argentino que nadie atinaba a intuir hacia dónde acabaría yendo. La irrupción de Néstor Kirchner, que tanto le impactó, no estaba en el horizonte de nadie ni mucho menos el giro decisivo, en términos históricos, que vendría a desplegar en un país desorbitado y desorientado. A Casullo le siguió interesando el debate, de algún modo abortado, sobre esos meses del verano tórrido del 2001-2002 y, en diversas ocasiones (aparición del falso ingeniero Blumberg, cacerolas campestres, etc.), creyó descubrir una vez más la irredenta tendencia de la clase media a regresar sobre su fondo qualunquista nunca del todo extinguido.
Seguramente, y porque llegó a ser testigo de la rebelión gauchomediática de 2008, hubiera contemplado la “repetición” de esos fulgores como la evidencia de un resentimiento imposibilitado de reencontrarse con aquellas esperanzas de desbancar al tan odiado populismo. Pero también hubiera alertado sobre ciertas impericias gubernamentales a la hora de comunicar con inteligencia el sentido y el porqué de algunas medidas que tanto perturban y escandalizan a la clase media. Hubiera, con su escritura crítica y aguda, advertido contra la subestimación del poder de fuego de los grandes medios de comunicación señalando que el proceso de transformación seguía requiriendo una insistente intervención político-cultural capaz de seguir disputando sentido común. Seguramente, como atento lector de Marx y de otros autores de la tradición crítica, se habría detenido en el pasaje de la tragedia a la farsa destacando los peligros que la lógica del vodevil y del grotesco tienen a la hora de movilizar a determinados sectores sociales que guían su brújula existencial desde un profundo cuentapropismo moral. Casullo, en todo caso y luego de ironizar alrededor de los caceroleros nostálgicos de un país de propietarios, giraría su mirada hacia el propio kirchnerismo para decirle que no se duerma en los laureles del 54 por ciento. Jaurechianamente no dejaría de recorrer, una tras otra, todas las zonceras del medio pelo al mismo tiempo que insistiría con seguir prestándoles la debida atención a los verdaderos artífices de la conspiración. Para él, cuya pluma inventó aquello de “clima destituyente”, la farsa, cuando no se la desarticula, puede convertirse en tragedia. Hasta ahora el Gobierno ha sabido encontrar los caminos adecuados en momentos de encrucijadas. Y lo ha hecho doblando la apuesta transformadora. Tal vez ahí radique su fuerza para seguir desactivando la lógica del resentimiento, esa misma que se vio en Callao y Santa Fe cuando una patota de “buenos vecinos” pasó de la violencia retórica a la violencia física.


Por: Ricardo Forster
Fuente texto: diario P◙gina 12.com
Fuente imagen: blogfoon.com

lunes, 4 de junio de 2012

Montgomery Cliff


Un Montgomery en el placard

Su condición de gay destinado a ser galán, su condición de lindo que luego del accidente lo convierte en casi nadie, hicieron de Montgomery Clift un icono molesto, siempre a punto de ser olvidado. La obra de teatro Cliff (Acantilado), dirigida por Alejandro Tantanian, pone en escena las relaciones entre diversidad e industria del cine, belleza, felicidad y las consecuencias de un closet en pantalla grande.
 Por Paula Jiménez (Página 12- 1-6-12)
“Yo conocía a Clift de verlo en algunas películas pero nunca fui un fanático suyo”, cuenta Alejandro Tantanian, el director de la obra basada en este personaje y que vuelve a poner en escena al icono difuso que es Montgomery Clift: “Quizá porque nunca se transformó en un icono popular. No es un actor como James Dean o Marilyn Monroe que entraron a la fama por la muerte joven y la belleza. El licuó un poco ese efecto a partir del accidente que lo desfiguró. Si hubiera muerto en ese momento habría entrado al panteón de los bellos jóvenes muertos, y sin embargo entró a otro panteón, más anónimo”.
Minutos después del accidente casi fatal del 12 de mayo de 1956, una amiga suya se metió entre los hierros retorcidos del auto para salvarle la vida. El actor tenía dos dientes clavados en la garganta, que ella –Liz Taylor– le sacó para que pudiera respirar, entrándole con sus pequeños dedos en la boca partida en pedazos. Aquí comenzaba la historia de la decadencia de Clift, el bello que pierde la belleza. ¿O empezó antes? Esta escena es uno de los primeros datos que sabemos de Clift cuando lo miramos desde la platea de Cliff (Acantilado), la obra dirigida por Alejandro Tantanian, escrita por el español Alberto Conejero López, e interpretada magistralmente por Nahuel Cano. “Hollywood vendió y sigue vendiendo la historia de Clift desde el accidente hasta su muerte en el ’66 como un suicidio largo, el más largo en la historia del cine. Yo creo todo lo contrario”, sigue Tantanian. “Lo extraordinario fue que después del accidente no se suicidó, sino que trató de reinventarse y mostrar al mundo lo que podía hacer. Detrás de un rostro arruinado en el accidente había un actor con vocación y con enorme ansia de demostrar cuán grande era. Una persona atravesada por conflictos, con una sexualidad que no aceptaba de ninguna manera y por eso toda esa época se le hizo muy cuesta arriba, por eso tanta droga y alcohol. No fue un suicidio, sino un intento desesperado de seguir viviendo. La obra intenta dar cuenta de eso.”
El accidente es el punto de partida para desarrollar la historia de los años más críticos, sus últimos diez. Son los del alcoholismo y la adicción a las pastillas con las que aliviaba los dolores de un rostro que se destruyó (y que para que el actor pudiera seguir rodando El árbol de la vida fue reconstruido en tiempo record). Son los años en que su subjetividad parece haberse dividido más que nunca entre la necesidad de seguir en el candelero y la de defender su verdadera vocación teatral (en la obra, lejos de los éxitos de taquilla, lo que anhela Montgomery es volver a interpretar La gaviota de Chéjov junto a su amiga Elizabeth, en una pequeña sala).
Son también los años en los que se agudiza su pelea contra una industria cinematográfica que lo confinó desde el comienzo al rol de galán de Hollywood (ahora desfigurado), un papel que nunca lo convenció demasiado y que pudo sostener a costa de silenciar su homosexualidad (considerada por los productores como mala prensa). El, después del accidente, cuenta Tantanian, “intentó demostrar que detrás de la cara bonita había un actor gigante. Cuando leí la obra por primera vez, me conmovió por su intertexto con La gaviota, por esa mirada sobre el trabajo del actor, por esas ideas que tiene sobre qué hacer frente a una situación dolorosa, cuál es la posibilidad de salir si es que se sale, cuán grande es el peso de los sueños”. En una de las escenas de Cliff se proyecta una serie de fotos del porno gay y en muchas de ellas parece ser el propio Montgomery el fotografiado. La industria porno que, paradójicamente, tan apartada de la moralina de Hollywood parece estar, fue y es, sin embargo, el lugar en donde muchas de sus estrellas dieron los primeros pasos a la vida pública (el negocio sexual queda también insinuado en otra escena en la que Clift le recuerda a su amigo Marlon Brandon los lugares por donde ambos han tenido que transitar hasta convertirse en lo que fueron).

Hablando solo en el acantilado

Cliff (Acantilado) es un monólogo de casi una hora y veinte en el que la tensión dramática no decae en ningún momento y que comienza con un joven Clift de hablar enfático, que baila ante el público raptos de un twist mecánico para conquistarlo por el fácil camino del entretenimiento, y termina con otro Clift que, tras haber recorrido completa la parábola del éxito y el desastre, se arroja desnudo, como un trapo viejo, en un rincón del escenario. Pero ni el desastre ni el éxito llegan solos a la vida de nadie ni son siempre obra caprichosa de un azar. En Cliff hay una historia que los precede y que pudo haber comenzado con una madre piadosa y posesiva que generó en su hijo tan amado una deuda impagable. “Hiciste tanto por mí, mamá, que me llevará toda la vida deshacerlo”, dice el personaje de Montgomery, sentado frente a una mesa pelada donde sólo hay un whisky, un atado de cigarrillos y una máquina de fotos. La máquina servirá para fotografiar a un efebo que lo visita, al que Clift mira tras la lente con su ojo izquierdo destruido por el accidente, un joven al que, entre el deseo reprimido y el desprecio, maltrata paranoicamente. Pero no lo maltrata solamente a él a causa de su propia homofobia –que también cuenta, claro–, sino que el Montgomery Clift de esta historia maltrata a todo el mundo. Su ego desmesurado, sumido, además, en un alcoholismo violento y en el dolor, parece haber perdido dimensión de los otros. Desde esta perspectiva, Conejero López, su autor, no pudo haber encontrado mejor forma para narrar esta porción de la biografía de Clift que la de un largo monólogo. Los otros, esos a los que el personaje les habla (Liz Taylor, Marlon Brandon, su madre, sus propios productores, Lorenzo –su amante–, y el efebo), en la puesta quedan sugeridos del otro lado del teléfono, de la mesa, del escenario, del otro lado de todo. “¿Cómo puedo no ser Montgomery Clift?”, se pregunta Monty (así se presenta él mismo). Lo hace al mirarse en un espejo que le devuelve un rostro reconstituido que ya no es el suyo, o sentado en una butaca de la sala, entre los espectadores, fuera de una escena vacía que ya no lo tiene en su centro. Traducido a interrogantes más filosóficos y universales, esta pregunta que el personaje se hace también podría ser: ¿cómo se llena una identidad?, ¿cómo se hace para asumir el peso social que esa identidad impone?, ¿cómo se puede no ser lo que se es, aunque eso que se es, cambie, envejezca, se transforme y ya no podamos reconocernos en lo que somos o fuimos? Alejandro Tantanian, en la dirección, y Conejero López en el guión, encontraron la manera de dotar de complejidad una subjetividad aplanada por el estereotipo del actor famoso. El Montgomery Clift de Cliff parece haber buscado hasta último momento la manera de salir de la trampa que le tendió Hollywood, aunque terminara cayendo por el acantilado de la desesperación y las adicciones y muerto a los 45 años (un final que en la obra se sugiere como un suicidio desde el momento en que el personaje de Clift hace mención al tiro que se dispara Treplev, el personaje de La gaviota). Para el gran público, su recuerdo ha quedado bajo la sombra de otros mitos de su tiempo, como James Dean o Marilyn Monroe, y poco se ha sabido de su vida y de su obra. El director Alejandro Tantanian se está ocupando de devolverle la visibilidad que la industria y la homofobia hollywoodense le han quitado. En la cuidadísima puesta de Cliff predominan el blanco, el negro y el gris del cine de aquellos años, la música lounge, el twist, algunas voces en off como la de Marilyn Monroe cantándole al presidente Kennedy el feliz cumpleaños y la de otra mujer –que podría ser Liz– cantándoselo a él. Poco más que esto. Una buena actuación, una estética elegante y austera y una atmósfera de gran emotividad, conjunto de elementos que, merecidamente, se lleva los enfáticos aplausos de una sala donde sólo queda libre la butaca en la que el personaje de Montgomery Clift, cansado de sostenerse en pie, se sienta de a ratos.

viernes, 1 de junio de 2012

CONTIGO

Yo no quiero un amor civilizado,
con recibos y escena del sofá;
yo no quiero que viajes al pasado
y vuelvas del mercado
con ganas de llorar.
Yo no quiero vecínas con pucheros;
yo no quiero sembrar ni compartir;
yo no quiero catorce de febrero
ni cumpleaños feliz.
Yo no quiero cargar con tus maletas;
yo no quiero que elijas mi champú;
yo no quiero mudarme de planeta,
cortarme la coleta,
brindar a tu salud.
Yo no quiero domingos por la tarde;
yo no quiero columpio en el jardin;
lo que yo quiero, corazón cobarde,
es que mueras por mí.
Y morirme contigo si te matas
y matarme contigo si te mueres
porque el amor cuando no muere mata
porque amores que matan nunca mueren.
Yo no quiero juntar para mañana,
no me pidas llegar a fin de mes;
yo no quiero comerme una manzana
dos veces por semana
sin ganas de comer.
Yo no quiero calor de invernadero;
yo no quiero besar tu cicatriz;
yo no quiero París con aguacero
ni Venecia sin tí.
No me esperes a las doce en el juzgado;
no me digas “volvamos a empezar”;
yo no quiero ni libre ni ocupado,
ni carne ni pecado,
ni orgullo ni piedad.
Yo no quiero saber por qué lo hiciste;
yo no quiero contigo ni sin ti;
lo que yo quiero, muchacha de ojos tristes,
es que mueras por mí.
Y morirme contigo si te matas
y matarme contigo si te mueres
porque el amor cuando no muere mata
porque amores que matan nunca mueren.
Título: Contigo
Año: 1998
Letra: Joaquín Sabina
Música: Joaquín Sabina, Pancho Varona
Disco: Yo, mi, me, contigo (1996)